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martes, 24 de febrero de 2015

Educar desde la mirada de la víctima.


Fragmento de “La mirada ex centríca. Una educación sobre la mirada de la víctima” de Fernando Barcena y Joan Carles Mélich


“Primero viene el miedo, que te vuelve dócil y obediente, sumiso. Porque el miedo paraliza. Liego es el anuncio del dolor; el dolor que se avisa, el dolor anunciado. Y entonces crece más el miedo, hasta, hasta transformarse en un terror indescriptible, que te hace llorar, que te hace gemir, que te empuja a ser de nuevo un niño aterrorizado. Por fin, el dolor salvaje, que empieza poco a poco, pero que crece y crece y sube y se extiende y lo recorre todo. Te hace sentir todo el cuerpo como mera carne. Eres todo cuerpo. Todo tu yo es cuerpo, es carne herida, carne desgarrada, carne ensangrentada, golpeada. Un saco, un objeto…Tu cuerpo eres tú y tú eres un cuerpo desordenado, un cuerpo que no obedece, un cuerpo en manos de otro cuerpo que hace de él lo que quiere a voluntad. Al final, te dejas llevar. No sientes nada. Has entrado en el jardín de la apatía. Nada importa. No importa ya lo que hagan con un cuerpo que no sientes como propio. Entras en el jardín apático del silencio total. Tu cuerpo autista calla, no se expresa, es “eso”, una figura, un amasijo informe que no te informa de nada. Sólo mucho después, muchísimo después, con el grito que te anuncia el despertar de una conciencia adormecida por golpes brutales, vuelve el dolor de otro modo. El dolor regresa como recuerdo de la humillación, de las vejaciones, del rebajamiento forzado de tu humanidad encarnada. El dolor regresa como recuerdo, en forma de pesadillas. Una noche, y otra, y otra, y otra más, todas las noches…El tiempo se ha transformado en una noche infinita, en un instante eterno e indiferenciado. Todo es noche. Y empiezas a tener terror a esa noche total, terror a dormir, a quedar vencido por el sueño, a que regresen los fantasmas. Es entonces cuando entiendes, si lo haces, que es preciso olvidar. Que la venganza no sirve de nada. Es necesaria una terapia del olvido. Hay que olvidar el olor de la muerte, el color de la sangre, las marcas de la piel torturada, ese olor maldito que se te pega por fuera y por dentro y que el agua no quita. Olvidar para que el tiempo haga el resto; olvidar o quizá desear la muerte o tener la esperanza de que una mano-otra, una mano que acaricia y que ya no es garra, ni desgarra tu cuerpo, una mano llena de amor, para que acercándote a ti te recuerde que eres un ser digno de ser amado por fin. Porque tu cuerpo también puede producir placer, ser el punto de encuentro erótico con otro cuerpo.”



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